Con una convicción endeble estaba decidido a no hacerle el amor. Mi corazón, tibio todavía de la última relación, me pedía un respiro, me pedía dejarla ir a la otra primero, que perderme en una piernas nuevas. Una cena entre amigos, nada de intimidades entre ella y yo.
Comimos y luego abrimos el vino. Tengo un problema con el vino: cada que lo bebo mis manos toman vida propia y buscan caricias en brazos ajenos. No sé cuándo, pero la luz estaba apagada, la sonrisas latentes, y yo acariciaba su tobillo debajo de la mesa. Y me resistía en mis pensamientos. No va a pasar nada. Se lo tengo que decir.
El vino la sonrojó, a mí me instaba a llevarme la contraria. Tantas veces he retorcido mis designios, pero esta vez estaba seguro que yo tenía la razón, y ninguna suspicacia de mí mismo podía interferir en mis planes de ser un hombre íntegro.
A cuento de no sé qué la sala empezó a estar vacía. Los ojos de Jaco me preguntaban si me quedaba durmiendo con ella. Mis cejas fruncidas le susurraban que no. Solo estábamos los tres y Jaco fue a mear. La vi a ella desfilando hacia mí con ojos luciferinos que prometían avernos y olvidos de purgatorio. Me arrancó mis certezas con un beso endiablado, y cuando Jaco me invitó a volver a casa, le di el vino y le dije: buenas noches.
Caí en su cama y la mañana siguiente me dije, “esta fue la primera y última vez”. Y como es bien sabido, mis voluntades frágiles me llevaron a romper esa declaración y a infringir mis ganas de ser un hombre íntegro unas cincuenta veces.
Nota para el lector: No confíe más en los pensamientos que visten corbatas y seguridades.
Daniel Muriel Correa
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