Las clases, la ventana, la lluvia, el viento gélido, el vaho del café, los balcones y sus miradas distantes. Tomarnos las manos con guantes, ser inconscientes, ser delincuentes, romper las reglas y amarnos por un ratico. Y escribir, leer qué escriben, cuántos tienen más opiniones que miedos, resaltar al valiente, hundir al incrédulo y olvidar al pobre pobre que ni antes, ni ahora, es el foco de atención.
La calle es cada vez menos mía, no pertenezco al leviatán de cemento que circunda los intereses del hombre. Es cada vez más naturaleza. El rabo del pájaro que no caga a nadie, las llantas que no pisan a los perros, los gatos que no son envenados, el mar y sus olas que descansan del hollín del hombre y sus químicos apestosos. Las venas del agua son más diáfanas, divagan sin el afán de sorprender alguna mirada, las montañas con nieve, sin nieve, con árboles o imberbe, con alitas desiguales de prados, con silvestres baldíos. Con todo y sin nada, sin el humano que la pisa y la magulla inferior.
Están los ojos del hombre atados al recuerdo, las caminatas sin razón, las ganas de mojarse en el aguacero, el deseo de ser achicharronado por el sol beligerante, la angustia de no encontrar sombra, la división y multiplicación de abrazos, a este, al otro, al nuevo y al extraño.
Hay un río que hoy fluye y que nadie ve correr, está desahogando su limpidez, atiborrada de animales, ramas, hojas y llanto. Llora el río porque sonríen los azulejos, se conmueve con la lengua fucsia del jaguar, con la unión de la hormiga culona. Son lágrimas de alegría, sin ferales intenciones. Son menos las atarrayas que ultrajan su alma y sus órganos de vidas independientes. Así que danza verde, con las nubes de algodón que cenitales buscan descifrar su camino, pero los guadales celosos lo cubren y ya el cielo no es más omnipresente, y en ese encierro íntimo se besan el árbol y el río, se aman nobles, se esconden inocentes. Ya no importa dónde empieza el uno y termina el otro. Tejieron vida hasta que las nubes descubren de nuevo al río y lo perciben distante, más frío y voraginoso, entonces deciden las nubes marcharse y darle paso al azul inmenso, inmenso pero cambiante, ya da tumbos el sol y el firmamento se torna rubicundo, su azuloso es más purpúreo y el último color de su paleta de colores es el negro. El negro que extravía la cometa que pide más piola, pero es invisible, como si hubiera tomado la vida de un fantasma y halara el dedo de quién lo hizo nacer.
Entonces el río es un espejo y la luna se llena de amor propio, hasta que de nuevo, los ramajes celosos cubren el agua del río, sediento de pasión, y son uno de nuevo en la sombra pecaminosa. La luna no puede moverse y se fragmenta de huecos que expresan su impotencia. Mira rabiosa a la libélula que con giros concéntricos roza al río y se pierde en la sombra con ellos. Y así, la luna, recuerda su pesantez de satélite y se va queriendo ser ligera y libre como la libélula que ve como la aurora nace con destellos amarillos y se ruboriza también con el acto del río de seguir corriendo, sin fatiga, esperando la sombra que lo guarda con tanta compasión y lascivia.
Continúa su vagar, el río, hasta llegar a bocas sedientas que absorben impacientes el caudal que bajó por tanta magia salvaje, y esas fauces se llenan de algarabía, y en el encierro son libélula, luna, nubes y guadal, pero siguen mirando el paisaje con aura apacible, ignorando el torbellino que corre por el cuerpo, entonces el hombre recuerda que es el lomo del río y que adentro conviven su corriente, sus animales, sus sombras y soles, sus celos inexorablemente unidos al amor, sus deseos y anhelos. Y el hombre que permita que el río se desborde por sus laderas, que son sus límites con la locura, explotará y se convertirá en un genio o en un disparate viviente.
¡Vaya amasijo en que se convirtió este transcurrir de días!
Daniel Muriel
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