Comenzó entonces; de un momento a otro, la época en que la humanidad dejó de salir a la calle, las autoridades reprendían a quien saliera sin justificación y los casos de contagio se hacían cada día más grandes según la tv. El noticiero solo hablaba del virus, y el Papa bendecía a toda la humanidad en vivo mientras todo el país del sagrado corazón de Jesús sentía un alivio. Los abuelos que vendían Bonice empezaron a infectarse, las comorbilidades los condenaban e inmediatamente tenían su cama fija en la unidad de cuidado intensivos, a los pocos días de estar sintomáticos morían con sus pulmones colapsados, sus leucocitos en las nubes y sus Bonice descongelados.
Obedecer el juramento que hice cuando me gradué de enfermería era más importante que la cuarentena, cuando me llamaron de los hospitales para ayudar en la emergencia sanitaria, creí que tenía que irme a vivir solo, que no podía volver a casa con el virus en mi ropa o en mí ¿Valía la pena ayudar a los abuelos que vendían Bonice pero de esa forma poner en riesgo a mi mamá? Sí, lo hice. Ayudar a la gente me daba paz y aunque no creo en dioses, me sentía bendecido por ello.
Viajando todos los días por Av. Las Américas, me sentía culpable al sentir felicidad porque no había tráfico. La capital de este maravilloso estado laico, sin trancones, me permitía despertar un poco más tarde para ir al servicio, llegaba y el panorama siempre era desolador. La morgue parecía el Transmilenio y en la UCI cada diez minutos gritaban ¡Código azul!
La rutina era la misma: me cambiaba de ropa, me ponía mi bata desechable, gorro, gafas, tapabocas y guantes (envidiando los trajes de aislamientos de Europa, claro). Siempre había pacientes nuevos, la entrega de turno era entonces lenta, pero entre lavado de manos y medicamentos, se pasaba rápido el día.
Intentando esperanzarme, entraba todas las noches al Twitter del Ministerio de Salud, pero las muertes superaban cada día la cuota diaria, miles de personas morían frente a nuestros ojos perplejos de la impotencia de no poder hacer nada, el noticiero televisivo había dejado de contar los contagios y había empezado a contar solo los muertos para luego mostrarnos los pésimos chistes de Piroberta en Sábados Felices.
Docenas de personas que asistían a los mejores rumbeaderos de Galerías, encerrados en casa testimoniaban en historias de Instagram, que la rumba ahora era a puerta cerrada, sea con Héctor o Niche de fondo, que el José Cuervo ahora se pedía a domicilio, y que lo que más escaseaba ahora, eran los tapabocas y el limón. Beber en casa siempre fue lo mejor para mí, no tenía que salir borracho a las 03:00 am a ver si un taxi me paraba o si el que llevaba a mi novia no la violaba, no tenía que gritar a nadie para que me escuchara y tampoco tenía que andar toda la discoteca buscando al que me debía lo del trago. Lo triste de todo esto es que, mi novia no podía venir a casa, no había nadie a quien gritar ni buscar para que me diera la plata del trago. Por la pandemia estábamos, don José Cuervo, medio limón, Nirvana y yo, que tampoco me podía trasnochar ni emborrachar porque al otro día quien me iba a pasar cuota en la clínica era la voz del guayabo.
Sebastián González
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