Te estás marchitando, y yo no puedo hacer nada para germinar de nuevo en ti el amor. Dejaste caer por el balcón bajito de tu casa gran parte de las cosas que me hacían admirarte ¿No te atreves a recogerlas? Esos días primeros cuando conocí la versatilidad de tu alma imaginaba que el tiempo no podía matarte, porque este era muy efímero para acabar con algo tan grande como tú.
Cosa de niños.
No soy salvador de nadie, pero tú tampoco quieres que yo lo intente. No quiero sonar lastimero, pero mi alma tiene piel de hojaldre cuando debo despedirme. Me alegro por tu vida nómada, tan llena de óleos, de hombres, de mujeres, de peripecias y despilfarros.
Solo vives recordando y no haces nada por crearte nuevos recuerdos, no te empeñas por estrenar guayabos, por remembrar dichas sutiles ¿Por qué te veo y el corazón se me estrecha? ¿Tendrán razón los que dicen que nací con alma de viejo?
Te aterra la soledad, pero ya no quieres hacer nada, no vale la pena huir pues ningún espacio puede librarte de los errores cometidos ¿Te atormentan, verdad? No soy nadie para juzgarte.
Para mí son imborrables los momentos en que, a través de tu naturaleza de enseñante, aprendí que mi vanidad es responsabilidad mía. Y que eso valía para la obsesión y el olvido.
A pesar de todo sigues enseñando. Para eso no se requiere ser feliz.
Quisiera verte resurgir pero, a estas alturas, parece un imposible. Procuraré visitarte cuando menos lo esperes, hasta que tu vida o la mía se apague.
Tío, nunca dejes de enseñarme.
Daniel Muriel
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