Los dioses del sendero no hacen milagros

Son los últimos días de invierno del 2019. Una tranquilidad arrolladora es la cotidianidad en el pequeño pueblo de Italia donde he pasado los últimos meses. Acá no pasa nada, aparte de las horas largas y frías. Quietud turbadora para alguien que creció en las bulliciosas calles de Colombia.

Como soy universitario tengo la costumbre de viernes de atosigarme en cerveza barata y no siempre fría. Pero un simpático conocido nos ofrece a algunos amigos cambiar este ritual juvenil por una caminata matinal de sábado en el Sendero de los Dioses, un lugar en la montaña con vista privilegiada a la Costa Amalfitana, visita obligada en Italia. Queremos retirar la rutina con algunos planes para celebrar la llegada de la apetecible primavera y aceptamos.

Soy un hombre de gustos sencillos y cagadas complicadas. Me gustan los fríjoles y a mí cuerpo no tanto. A pesar de tener 23 años jubilosos tengo el estómago de un viejo degenerado; el baño, mis compañeros de casa y tal vez las vecinas –espero que no– lo saben. Cuando mis amigos hablan de mí no dicen el mismo que vive y canta, sino el mismo que vive y caga. A pesar de esto me gusta la aventura, sin importar que eso implique estar muchas horas fuera de casa.

Son las 7 de la mañana. Todo transcurre con normalidad, excepto por el despiste, somos diez extranjeros aprendices en buses y calles ajenas, nos bajamos 20 calles más allá de la parada adecuada. Un alemán de ojos gritones nos acompaña y se queja refunfuñoso de algunos malos servicios en este país.

Son aproximadamente las 10 de una mañana nublada, pero llena de gente sonriente. Antes de empezar la caminata nos disponemos organizadamente a hacer la fila para orinar en el baño de una cafetería. Mi estómago ya está haciendo cosquillas incómodas, pero trato de ignorar a este infame porque hay gente esperando el turno.

La caminata es maravillosa, no requiere mucho esfuerzo porque es en bajada y los paisajes invitan a continuar. Mientras vamos conversando una señora alta y morena se queda viéndonos fijamente y con gestos de curiosidad. Eso suele significar una de dos cosas, que necesita una indicación o que encontró un compatriota, esta vez es la segunda. Caminamos unos metros a su lado y su colombianidad sale a flote cuando nos pregunta si tenemos por ahí escondido un aguardientico. Ojalá.

Después de muchos pasos recorridos decidimos hacer el descanso para comer sobre unas piedras con una de las mejores vistas de este día. Recibo un poco de buen queso italiano en un sánduche, ¿Qué puede salir mal? También me ofrecen una de las cervezas que no nos quisimos beber ayer. Está caliente, agitada, es de mañana y estamos haciendo deporte. Por eso hoy mi respuesta a la cerveza es por supuesto que sí.

Continuamos con el deber de hoy, caminar. Pero mi obligación empieza a ser otra, aguantar. Mi estómago empieza a hablarme, yo como todo un maleducado lo ignoro y el paisaje me ayuda, la vista es tan privilegiada que no se puede pensar en otra cosa. Charlas y fotos van y vienen.

A eso de las 4 PM el sendero termina y llegamos a Positano, lugar mágico de imponente romanticismo. Aprovechamos un lugar privilegiado en la playa para intercambiar historias y beber otra cerveza al clima. Las cosquillas estomacales continúan lanzando avisos, pero no quiero pasar los últimos minutos de la salida en un baño. Pienso en otra cosa.

Los buses que van y vienen de la Costa Amalfitana siempre están atiborrados como un Transmilenio bogotano. Por eso decidimos volver temprano a casa y mientras esperamos en la parada, calmamos los antojos de niño glotón con algunos panes con dulce de chocolate y yogur, ¿Qué puede salir mal?

De regreso a casa en el bus se empiezan a ir las cosquillas para darles paso a unos vándalos retorcijones. El atardecer se derrite sobre el mar y la montaña y es inevitable pensar en que dar del cuerpo con la vista que tengo desde el bus sería un acto poético. El vehículo va atestado, vamos aprendiendo algunas groserías en idiomas extranjeros y yo las recito en mi mente con la fuerza de quién empieza a necesitar un baño y no lo tiene cerca. Hacemos una parada y pasamos al lado de un restaurante donde venden comida barata, sabrosa y grasosa. Ideal para un universitario, pero no para un enfermo. No puedo comer esto, pienso. Sin embargo un calzone frito relleno de queso me obliga a probarlo. Para el daño de estómago no hay escuela, tal vez dieta y en este momento no es opción.

Vamos de nuevo en un bus y mi estómago empieza a regañarme. Yo trato de ignorarlo mientras un sudor frío me invade. Mis compañeros de viaje empiezan a contar la historia, que podría ser una terrible coincidencia, sobre un conocido que se cagó en los pantalones mientras iba en el transporte público. Ríen mientras yo sudo y mi cuerpo está gritando que no aguanta. Hago cuentas, cuánto falta para llegar a casa, no lo sé. Miro por la ventana, parece un pueblo desconocido para mí. Respiro profundo, no aguanto más.

Sin saber dónde estoy toco el timbre del bus. Necesito bajarme, sin ninguna vergüenza les digo a los que hablan español que me estoy cagando, se miran con ojos asustados y Daniel, que conoce mis cagadas, es el único que se ríe y me pregunta si necesito compañía, el desespero no me permite ver su simpatía y le respondo toscamente que él verá. El bus se detiene, abre la puerta y me bajo corriendo sin despedirme. Daniel me sigue con carcajadas burlonas.

A mí alrededor solo veo calles y andenes visibles. Nadie te prepara para sentir una papeleta en el estómago y yo siento como el tiempo se me agota y va a haber una explosión. Siento una pelea entre el cuerpo y la mente donde el orgullo es el perdedor. Me bajo los pantalones en el primer pedazo de césped que veo y el resto es historia. Agradezco no haber ensuciado la ropa mientras maldigo no tener papel higiénico. Le agradezco al buen samaritano que decidió botar algunos periódicos a unos metros de mi faena.

Termino agotado lo que tenía que terminar. Vuelvo a la realidad y me doy cuenta que estoy parado junto a Daniel en medio de una calle desolada de un pueblo que no conocemos. Empezamos a caminar sin rumbo conocido. Les hacemos señas a algunos carros con la esperanza de que alguien vaya cerca de casa. Solo uno se detiene y cuando le decimos que somos colombianos lanza una especie de quejido y arranca como volador sin palo.

Nos tratamos de guiar por las montañas que sí parecen conocidas y después de haber caminado todo el día por un sendero debemos empezar una nueva caminata a casa de casi una hora. Caminamos por la oscura vía del tren para acortar camino y llegamos casi a la media noche. Lo primero que hago al llegar es entrar al baño y darme una ducha. De ahora en adelante cuando agradezca por tener un techo y una cobija, también voy a agradecer por tener inodoro.

Para todo hay una primera vez. Pronto será la tuya. 


Comentarios

Una respuesta a «Los dioses del sendero no hacen milagros»

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