Cuando el alma va de fiesta por la vida

A uno le pueden pasar cosas tristes en la vida, antes de comenzar a vivir o, como en mi caso, antes de saber que serán cosas tristes. Algo así como un guayabo originario. Eso significó para mí la muerte de Héctor Juan Pérez Martínez: Héctor Lavoe, hijo de Pachita y de Lucho, quien murió cuando yo tenía apenas 4 años. En los tiempos del toque de queda implementado por el expresidente Carlos Gaviria, cantaba a oscuras Aguanile y El día de mi suerte incentivado por los aplausos de mi mamá y de mi hermana. Cuando me cansaba de cantar, las dos contaban historias y el primero en quedarse dormido era mi papá.

En todo caso, nunca fui a un concierto de Héctor, y eso para cualquier salsero contemporáneo es una gran frustración. Hoy en día, en sus canciones, todavía me muero de soledad por la ausencia de su voz en vivo, como me muero de soledad política cuando recuerdo el otro candidato que no era Gaviria y que fue sucedido por Navarro Wolff para las elecciones del 90 (Carlos Pizarro). De estas cosas tristes tendría que seguir sumando recuerdos propios y ajenos, para ojalá darle un día vuelta al marcador de los sufrimientos acumulados por la guerra. Ambos, Héctor y Carlos, aunque no se conocieron, estaban de acuerdo en una cosa fundamental: «Nadie se resiste a un alma que va de fiesta por la vida».

Andrés Caicedo, que se fue al infierno como Héctor, confirmó muy temprano para mí, lector joven, la tesis de Mark Twain: «el paraíso, lo prefiero por el clima; el infierno, por la compañía». Confieso que yo también quiero ir al infierno por la compañía y de camino iré entonando las canciones de Lavoe. El mismo Andrés Caicedo también dejó dicho por los mismos años dorados de Héctor, desde una ciudad caliente en todo sentido como Cali, que los latinoamericanos bailamos y aprendemos a bailar en medio de tiempos turbulentos. Nada de eso ha cambiado, porque los tiempos siguen siendo difíciles. Todavía nos toca bailar entre lágrimas y, como a Héctor, cantar entre risas. Por eso también creo firmemente en la vigencia de sus canciones, porque a pesar de todo, se vale seguir de fiesta aunque estemos tristes. La síntesis perfecta entre bailar, cantar y sufrir está en Comedia (1978), el tercer álbum que produjo Héctor como solista, después de muchos años de triunfos y amarguras con la FANIA, con el amor, con la infancia remota, con la vida.

Para una Latinoamérica que ardía entre la desigualdad (como ahora), las ideas masivas de insurgencias-contrainsurgencias y los proyectos de ‘desarrollo’ económico sobre la base de ambas cosas, solo nos quedaba como a Héctor, la imitación de ese otro grande que sabe de alegrías tristes: Charles Chaplin. En la primera canción de este álbum, El cantante, compuesta por Rubén Blades, pero destinada para la voz de Héctor (luego de que Willie Colón lo convenciera, claro), lo dejó todo consignado de principio a fin. Todas nuestras formas de vida, nuestras formas de supervivencia. Esta canción es himno porque sin patria, nos vamos cantando a la vida entre risas y penas. Porque tenemos que trabajar para otros, cantar para otros y sonreír y seguir bailando, para que no todo esté perdido, para que todavía nos quepa la esperanza, para no claudicar, para que parezca que vinimos a divertirnos y que no hay tiempo para tristezas.

Héctor fue el que más insistió en que la salsa es un dolor que se baila. Y en las noches de los viernes, que es cuando más se baila salsa, no hay noche que no se sienta ese dolor y esa dicha en la voz de Héctor; no hay noche en la que no suene, no se pida o no se cante una canción de Lavoe. Eso lo hace un cantante universal, el cantante de los cantantes, como lo apodaron después de interpretar la canción compuesta por Rubén; la canción de su resurrección para la salsa, después de tres años de ausencia en los que se echó a perder y en la época en que Andrés ya coqueteaba con la muerte y escribía «dame salsa, salsa es lo que quiero», y después: «de principio a fin así es. Pero ninguna salsa le llega a usted entera, al final azota el llanto, quiebra el miedo, afloran las tristezas inexplicables. Conocí, traspasé la marea, las negras arenas, las difíciles armonías con las melodías de la madrugada…». De cualquier manera, los sábados el sol siempre nos encuentra bailando.  

En las canciones de Héctor se halla toda una filosofía de la vida cotidiana: la historia de un ladrón de barrio, de un hombre y una mujer superficiales, de un amante fracasado o del golpe de suerte que esperamos para quitarnos el aburrimiento; de la aventura de vivir con una mano puesta en el hacha y la otra en el machete. A veces sus canciones se bailan duro, literalmente se azota baldosa con cada tema y, otras, como en los boleros, se baila suave, en un dos tres/cinco seis siete y nos dejamos invadir por la nostalgia de esa voz que extraña a la mujer de la vida, que no se encuentra en medio de los desengaños, que toma un taxi a ninguna parte o que cambia decepciones por amores de la calle. Así nos damos cuenta que bailamos porque tenemos algo que decir con el cuerpo, al ritmo de una buena salsa. Al ritmo de Héctor y de los que influyeron en él, como Daniel Santos, Cheo Feliciano y los dos Ismael: Quintana y Rivera.

Si estas palabras tuvieran la forma de una carta para Héctor, le diría para cerrar: «Todo tiene su final, es cierto, pero todavía estamos esperando, querido Héctor, a que en vez de estar alegres y tristes, estemos alegres y contentos. Presiento que nosotros, los que sufrimos y cantamos, tendremos que esperar. Mientras tanto, te prometo que nadie se resistirá a nuestras almas que, en un gesto de valentía, todavía se visten de fiesta y salen a bailar».     


Hernán R. Vargas


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