La mujer de la K

Hay un cautiverio en sus labios cautivadores. Son morenos, vallunos y de una sensualidad perpetua, negra, caucana; sensualidad prohibida que yo le arrebaté a mis huellas resecas. Su piel se disfraza de terciopelo canela que amalgama choques eléctricos y suavidad. Está bañada en un color que despierta envidias gringas y a mí me salpica una locura criolla encantadora. Piel fina que entra atenta en mi cabeza con el mismo delirio del hielo que se derritió en el vaso de ron que nos hizo pareja de tragos junto a un limón desapacible.

Su cabello es un ser vivo libre, es un atrevido que le toca la cintura, y yo, sin ninguna vergüenza le envidio ese derecho. Es un bosque lleno de vida en el que pude vivir, no lo quise, dije que no por otra fuerza de amor ajeno y temporal. No lo quise, pero sí lo deseaba y tanto lo deseaba que en él me perdí y tanto me perdí que los años cansados no han encontrado salida. Un deseo que buscó apaciguarse y en su intento se encontró con las llamas picantes de un beso que se quemó.

Si la pasión tuviera cara, seguramente sería su rostro, que me confunde con su mirada fría y me encanta con sus ojos nobles, ojos oscuros, ojos sinceros, ojos suyos, solo suyos, que pudieron ser míos y los míos suyos y pudieron ser los unos de los otros, pero ya eran de otros. Y buscando ser, no fuimos, porque éramos el nido, pero también el ave de paso.

Jacobo Jurado


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