El peligro de perderse en San Cipriano

El calor de la selva es como un abrigo peludo e inquitable. Las bifurcaciones de las ramas verdes se mantienen estáticas e inservibles, sus espacios son un adorno por donde podría pasar el viento, pero él prefiere juguetear con las gaviotas en el puerto de Buenaventura, y no en San Cipriano con las ranas venenosas y menos en los hostales atiborrados con turistas blancos como nosotros que solo sabemos tomar cerveza, ensuciar el río y quejarnos con metáforas bochornosas sobre la selva y su calor insufrible.

Sufriendo la humedad me acompaña una anomalía. Esta anomalía tiene el mismo olor de los churros que la abuela me compraba cuando a mis cinco años lloraba por la ausencia de mamá. “Brincaba en los matorrales la fiera indómita”, decía José Eustasio Rivera en ‘La Vorágine’. Aquí brinca la anomalía con motes de indómita cuando levanto su vestido, y la trocha empedrada y los ojos de los transeúntes observan la dulzura y redondez con que culminan sus nalgas.

Foto: Daniel Muriel

Esta anomalía sufre de ataques de risa que inmovilizan. La corriente cristalina, en gavilla con las piedras y los cuarzos lechosos, nos asfixian los tobillos y ella vestida de pavura, resuelve reírse hasta que el estómago duela. “Ya que no todos son capaces de esa felicidad, muchos habrán de contentarse con simulacros”, pensaría Borges de los nativos y turistas que nos observaron.

Esta anomalía busca que, selva adentro, hagamos de nuestros cuerpos uno solo, y pienso para mí, con voz de Gonzalo Arango, “es en ese rincón de la eternidad donde me reúno contigo”.

Y las piedras, la cascada virgen, las abejas de zumbido molesto, y la lluvia constante, nos desarman de cuerpos y nos convierten en dos aves que en el éxtasis del momento aletean amarillo y azul hasta perderse en el gris del cielo.

Esta anomalía analiza muy bien mis silencios, y me atemoriza que cuando camino por los rieles del tren, y finjo estar atento a pisar los bloques cuadriculados de cemento y no las piedritas pulverizadas por las brujitas, descubra que en realidad estoy afligido porque prefiero su compañía muda que mi soledad en una de esas cantinas con música al tope que miro con tanto anhelo.

En cantinas o en sus silencios, el mundo seguirá girando, cantaría Jimmy Fontana.

Ella es una mujer anómala, diosa de una religión que no existe y que solo tiene un feligrés ateo. Su sudor huele a talco sin usar, y su piel es de aguacate maduro, pareciera deshacerse con el roce de mis manos en este calor insufrible de San Cipriano, lugar mágico que quería describir en este escrito, pero ¡qué se le va a hacer!, se me atravesó una anomalía de Villahermosa entre los dedos.

Daniel Muriel


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