Albóndigas napolitanas y nariz de lisadero

Foto por Pexels

Estoy entregando a la vida mi felicidad en sus manos.

Tan simple como esto: ayer, el trajín del trabajo nos llevó a un restaurante, que de entrada vivía una dicotomía. Su fachada linda con el cemento y los establecimientos comerciales, y su interior es contiguo a un guadual.

Una conversación sobre educación, la democratización del internet y el fomento a la lectura, alejaba la modorra que el medio día trae consigo.

Una nariz en formar de lisadero me miraba cada tanto, y a esta, unos ojos y una voz que parece dar abrazos cuando habla, la acompañaban.

Dos de cada tres miradas las desviaba de la conversación para lanzarme por ese tobogán con carne de mujer.

Los platos se trenzaron con la educación, el conocimiento académico y el saber espiritual.

Una tos la hizo ruborizarse a ella, y su garganta se bañó con mi agua.

Y justo cuando creí que el dios en que no creo se manifestaba en sus palabras, la comida, con la cuchara como puente, me hizo creer que cualquier ser humano, animal, objeto o cosa, distinta a esa sazón que bailaba en mi paladar, era una profanación a ese momento perfecto.

Albóndigas napolitanas con recuerdo de pueblo italiano perdido en las montañas.

En ese momento comprendí que el embeleso provocado por una mujer con nariz de lisadero, era efímero, y que el sabor de esas albóndigas napolitanas durarían para siempre.

Porque la felicidad está en una constante lucha contra la mierda y el barro que tenemos por existencia.

Toda felicidad, por efímera que sea, es eterna. Tanto así, que hoy puedo asegurar que la dicha tiene forma de albóndigas napolitanas.

Daniel Muriel.

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