No huyo de la melancolía, es un ejercicio catártico en el que mi alma llama desesperadamente a mis pensamientos, y urge de latidos del corazón para llevar acabo el naufragio de mis sentires.
Me ahogo en frustraciones de vez en cuando, en idealizaciones que terminan afectando mi fluir natural con la corriente del agua. Olas gigantes se aproximan y yo solo juego a explorar en la mar profunda, cautivada como niña pequeña por las dimensiones de los corales que habitan el océano, y son tan puros como un respiro mañanero en el bosque frondoso con delicados riachuelos.
Voy y vengo entre mis sensibilidades, permeando un mundo físico, a veces frio en sus hechos, a veces dulce entre sus amores.
6:00 a.m.
Mi último miércoles en lo que queda de este caótico año en Zurich, Suiza. Despierto de mi delirio lírico que se la pasa reposando en los vuelos fantasiosos de mis sueños, cicatrizando melancolías, de las cuales no suelo huir.
Afrontaba un nuevo cambio que estaba por llegar, este tocaba a mi puerta sin la delicadeza de conectar mi mente y corazón en un mismo sentir. Asumir un acuerdo con ambos era una difícil tarea, pero qué más podía hacer, hay que ir caminando con el ritmo de la vida, y aunque traiga sorbos amargos, me los he aprendido a beber con franqueza, como debe ser.
Muchos sueños se diluían, otros me abrazaban, otros embarcaban nuevos rumbos, pero el amor latente que fue cultivado en la tierra diversa de mi alma, allí seguía, echaba raíces, cortaba hojas, pulía las flores, y lloraba aferrado al hecho de marcharse sin poder amar más, dar más, volar más, como hoja al viento sin rumbo fijo.
Sin embargo mis manos roseadas por mis lágrimas recogían con tragos nostálgicos lo que quedaba de aquel jardín no terminado, y allí estaban, los dos pequeños retoños de los que yo cuidaba, Mia y Bianca, con sus ojos color mar me hacían fantasear nuevamente en mis apegadas melancolías.
Ellas eran destellos en un camino desconocido que transitaba con el propósito de terminar, pero los tiempos cambian, y con ellos el destino de lo se cree tener, pero no se tuvo.
Su dulce compañía ya no estaría junto a la mí. Debía marcharme, dejar a medio camino ilusiones, que iban a necesitar de una buena cerveza en aquel tren de Suiza a Viena, para ser asumidas, ¿y por qué no? Los trenes son un símbolo del ir y venir de la vida, unos vienen, otros se van, y yo, me iba, pero no sola, conmigo venían las memorias que escribí, siempre supe que las letras narradas me salvaban del olvido.
Miro, a veces con ojos cerrados, a veces con ellos abiertos. Lo que siempre anhelo y necesito para mirar será mi espíritu sempiterno, sin él no podría percibir lo invisible de la vida, que es como oxígeno para mi existencia, y olvido para quienes van en afanes presuntuosos en su tránsito vívido.
Fue y no fue un sueño palpado mi transcurrir por Suiza. Nunca había experimentado ese hecho de llegar a ser y no a la vez, o bueno, tal vez sí, puede que alguna idealización romántica del pasado haya aireado ese mismo sentir de ser y no ser en algún momento de mi vida.
Lo que sé es que quedaron en el camino transitado las ilusiones propuestas, las cumplidas, la entrega de mi esencia, el ritmo de una vida allí en una casa azul con tres habitaciones, dos baños, una sala, una cocina, siendo habitados por el espíritu de una familia que reía en ocasiones entre las cenas recurrentes de las 7.00 p.m. y en otras ocasiones en la devoción del amor compartido en aquel balcón de mi corazón, rodeado de flores y algunos arbustos frutales que mi pequeña Mía solía amar.
Así los miro, y no, no han dejado de existir, aún están allí, en aquella casa azul, de la calle Dolderstrasse. Un cambio para mí trajo un cambio para ellos, y a su vez, nuevos ritmos de vida, claramente sin la presencia física del ser que habita esta sensible alma, pero que con recuerdos habitará en letras, en pensamientos, y seguirá existiendo mientras las palabras puedan ser narradas.
Laura Zapata Ocampo
Deja una respuesta