Las cotidianidades se visten con un velo gris. Los objetos, que por ser objetos, los descartamos de las cargas sentimentales del ser humano, transforman su razón social, y empiezan a agrietar las estabilidades por el simple hecho de haber sido materia en los ojos o las manos de otra persona.
Una cobija, que tiene como finalidad dar calor al cuerpo humano, se congela si la superficie conserva un poco de perfume ajeno. El plato, que se encarga de recoger la comida para la alimentación, es una circunferencia vacía si a la derecha se ubica solitaria una silla sin nalgas que la presionen.
Las cotidianidades se visten con un velo gris. La ciudad, que alberga pesares y edificios, cambia nomenclatura por recuerdos, y avenidas por nuevos deseos, es decir, la 23 con 7ma es el dibujo de una niña que corre, con un billete de 20 mil, al encuentro de un vendedor ambulante, y la Avenida 30 de Agosto es el anhelo, del conductor y los brazos que lo abrazan, de perder, de la misma manera y con idéntica espontaneidad, el miedo a la muerte.
En el cruce inevitable con objetos y avenidas, la huelga de entusiasmo aparece, como una sombra anclada al diario vivir. Ella se fue y los objetos más insignificantes me golpean el pecho y las calles más desapercibidas me irritan la memoria.
Su voz al otro lado del mundo es la luz que elimina y crea a las sombras.
Hoy me desperté de una siesta larga, la sensación de guayabo, sin una pizca de alcohol en el alma, me nubló la mirada. Caminé como de costumbre a ningún lugar queriendo imaginar saltos del pasado y giros en el futuro. La romería de personas parecía ignorar mi aflicción y la humedad me obligó a estornudar a un desconocido. Jugué a pasear de su mano y el sabor de la tarde fue azul, pero recordé mi adultez y el juego terminó, y mis papilas continuaron mascando cielo gris.
Cada vez que soy niño, al caminar sus recuerdos, a la vida se le olvida dolerme.
“Siempre es levemente siniestro volver a los lugares que han sido testigos de un instante de perfección”.
Daniel Muriel
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