¿A dónde fueron las historias que algún día escribí?
¿Y las conversaciones que jamás tendré?
Las letras se ríen de mí, porque ya no me definen, me evitan y las pierdo.
Ya no existe ese calor que arropaba mis profundos pensamientos al escribir.
Se extinguió la lucidez y el ingenio.
Ahora solo quedan unas cuantas palabras al azar: antónimos.
Solo queda una gran incomodidad para todos, un infortunio para mí.
Porque odio los concursos, no solo los que he perdido,
También la satisfacción de haberlos ganado.
Odio los susurros y la flama azul de la estufa;
Las emociones fuertes y la poca comprensión de las personas;
Los abrazos largos y el amor extraño de otros.
Odio las arañas, los conejos y las plumas;
Las sonrisas sinceras y los halagos.
A los trece años sentencié mi disgusto por pensar, entender y criticar.
Siete años después, se siente igual de real, poderoso y doloroso.
Las llamas ya no crecen, la belleza no me inspira,
Las columnas se caen solas y el mundo se desaparece ante mis ojos.
Mis sentimientos no han madurado, siempre con rodeos; siempre escondida.
¿Seré alguna vez la mujer jovial y viva que siempre quisiste que fuera?
¿Seré algo más que cartón y marfil, un par de botones sin sentido y un agujero en el pecho?
Quizás sea un lugar común, poco habitable, algo silencioso y reducido.
Un largo camino hacia la duda y el sinsabor de haber existido,
La falsa libertad, la angustia compartida y la continúa culpabilidad.
No hay más, no hay fuerza, tampoco pasión.
Este es y será un eterno guayabo que ya ni reconozco como vida.
Margarita Rosa
Deja una respuesta