Cada que presumes de tu hijo, me remonto al día en que él no era cuerpo y alma, sino voz e incertidumbre.
Viajaba con el barro cubriéndome la piel sobre una chiva multicolor abarrotada de hombres de caras y esperanzas cicatrizadas, algunos sucios de mina, otros tantos de oro. La chiva serpenteaba la carretera sinuosa, el sol se escondía tras una manta de nubes grises, pero reflejaba su sofoco con los manotazos del río Cauca.
Me escribías, no quiero hijos. Y rellenabas, y si los tengo, será dentro de cinco años. Han pasado tres años, y ese instante de chiva, charcos, humedad, montaña, y de tus letras, fue más eterno que estos 1095 días.
Y como lo guardo intacto, te cuestiono ¿me mentiste o te mentías? Ya que, más que un reproche, es curiosidad. Porque ahora, en este andar anodino, veo la soberbia con que diseñamos el futuro y me pregunto si, en el ocaso de los siguientes 1095 días, con mis planes desplomados y construidos, llegues a recordar con estas letras, el sol con que lees, las caras que te rodean, y el cielo que, cenital, te controla.
Mientras, seguiré con el olor a hierba húmeda, barro seco, el aroma de tus confidencias pululando ante mis ojos, y con la pregunta a flor de boca. De haber insistido ¿él sería otra alma y cuerpo, o solo la continuación de voces e incertidumbres?
Daniel Muriel
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