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A ti vengo de nuevo, roma, y te escribo, como solicitud, que me sueltes. Miles de horas gastadas en tus árboles dorados solo conllevan a caminos grises y estrechos. Obligado me veo a soltarte cada tanto y esta vez te pido que tú lo hagas. No entiendes, Roma, lo sé. Tus intenciones son buenas y mis designios no. Algunas noches me dejas dormir, otras no tanto y pienso en ti y en ellas y en el choque de miradas que hemos batallado. Es media luna y te pido que abandones mi cabeza, porque odiar no quiero. Te abro las puertas al invierno y lento, te doy la espalda para que nunca regreses, porque necesito matar con colores el gris que le da vida a mis ojeras. Antes del anochecer voy a añorarte como un niño a un empalagoso dulce. Pero está bien, me entrego a la incertidumbre tranquila de la soledad. Todo es paz, hasta que se prolonga el ocaso de mierda por la ventana y pasan las horas burlándose. Porque tú, vieja y condenada roma, das pasos con distintos pies lisos que dejan huellas pesadas. Ahora, bajo esta luna, que ellas también podrían estar viendo, derritiéndose en los edificios, me generas una vergonzante situación de insomnio y entonces, con penosa ausencia de olvido, cobras los placeres que un día me presentaste inocente y que ni ellas ni yo supimos responder. Lo siento, roma, pero esta vez, te pido que te vayas junto a las exhaustas noches.
Jacobo Jurado
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