Reto aceptado

Es el día 15, o tal vez el 17, quiero pensar que no he perdido la cuenta, pero la verdad es que sí. Esta cuarentena interminable tiene las redes sociales atestadas de un sinfín de publicaciones peculiares, que dejan en evidencia la creatividad de quien tiene mucho tiempo libre e intenta rescatar su vida del caos. Por muchas horas he evitado hacer uso de ellas porque la información a este punto me ha saturado. Soy un comunicador profeso, pero debo admitir que el Covid-19 me ha alejado por momentos de eso para lo que me he formado.

Caída la tarde llegó a mi teléfono una notificación de instagram, donde se me etiqueta en una historia. Es el reto de un viejo amigo, Levi, que me sugiere subir una imagen de niño e invitar a más personas a hacer lo mismo. He pasado de muchas de estas insinuaciones, pero esta, precisamente, llama mi atención. Veo las fotos de quienes han aceptado su desafío y me producen una enorme ternura, en el fondo quiero rebobinar mi carrete porque hace bastante tiempo no veo una fotografía de pequeño. Aún no he aceptado el reto, pero estoy colosalmente tentado.

Quisiera abrir mi puerta y salir en busca del álbum familiar escondido en alguna gaveta de mamá. La realidad es que salir actualmente es un acto suicida y, aunque quiera, la casa de mi vieja se encuentra a miles de kilómetros y lo más cercano que tenemos en común es un virus que ha agotado los suspiros de más de tres mil personas aquí, en Italia.

Recuerdo que en uno de sus pasos efímeros por Colombia mi hermana me envió algunas imágenes para recapitular nuestra infancia, estoy muy cerca de continuar una cadena infinita de lozanos retratos. Pretendo encontrar el mejor aire en ese arsenal párvulo de estampas en las que no salgo muy apuesto, pero jamás lo he sido. Hasta que llego a esa foto, una muy dulce y premonitoria.

El niño está montado sobre una motocicleta roja de juguete, que alude a un personaje animado que nunca lo divirtió, Yoghi. Luce un overol colorido que también resalta el rojo y sus pequeños zapatos son el vano recuerdo de un estilo que nunca más vistió. Sin embargo, en ese conjunto de decorados añejos, son sus ojos los que me asaltan el alma. A ojo desnudo la mirada de ese infante no dice nada, ¿pero qué pasa por la mente de ese chiquitín que observa el lente de un viejo fotógrafo en la plaza de Santuario, Risaralda? ¿Sabrá que años más tarde sería una moto roja la causante de su accidente? ¿Imaginaría vivir en Italia en los tiempos del Coronavirus?

Ese pequeño tiene dos o tres años y seguramente solo piensa en el algodón de azúcar que asoma tras la cámara, el helado de chicle mientras expira el sol o la dicha de ver a papá cada fin de semana. Solo esas podrían ser las complicaciones reflejadas en esos ojos de besugo. Siento envidia de ese niño que finge una sonrisa para dar gusto a las muecas de su madre y compasión de este niño viejo que simula una sonrisa en el foco de un hecho histórico.

 Han pasado 14 horas desde la exhortación al ocio y yo aún no me decido. He cavilado inconclusamente y el pretérito se ha volcado a mí como una quimera inalcanzable. No quiero utopías que me alejen de este embrollo y cualquier distopía sería mejor que el presente. Son mi lugar los ojos de ese niño, es lo que sueño desde entonces. Foto subida, reto aceptado.

Cristian Gómez


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