Colores del madroño se deslizan por la cerámica de un baño sucio ¿Qué pasó ayer? Recuerdo que…vomito otro poquito. Recuerdo un palacio de más de trescientos años de los reyes de Napoli, un área de 47 mil metros cuadrados (casi mil piscinas olímpicas), el gin tonic ¿qué fue del guayacán florecido del barrio? No sé por qué lo recuerdo ahora, pero la imagen de sus hojas amarillas me asiste cuando nadie habla de árboles. Quizá el vómito me llevó al guayacán florecido del barrio, y el gin tonic está pasando como agua y sé que es la anáfora de un guayabo de mierda.
Pienso en las excentricidades del rey y me antojo de sancocho porque, en la inmensidad de los jardines de la Reggia di Caserta, entre los retazos de arbustos, simétricamente podados para dar impresión de dos muros naturales, encajaría perfecta una sancochada familiar ausente de yuca porque solo me la como frita. Igual aquí no crece la yuca y estoy sin familia.
Pero miento, estoy con familia de otra sangre, y casi se me cae el semblante cuando me di cuenta que el gin se esfumó y era hora de darle paso al tequila a la par de los cardúmenes de pescados en el jardín, y claro, hay estanques que contienen el agua y el nadar de los peces en más de cien metros. Pero no son bocachico, nicuro ni tilapia. Son de la raza que amontonan en los centros comerciales y en patios reales como este.
Un día caminé por cornisas de aburrimiento los sábados en la tarde, hoy lo hago sobre antiguos reinados con ideas de tilapias, sancochos, madroños y guayacanes. Veo a Cris y sus mañas de viejito, a Jaco con su modorra, a Danni de algarabías, a Diego con su argentinidad al palo y a mí, tan vacío de atributos a primera y última impresión, y pienso reírme de vida por sus vaivenes, unidos como Pangea, separados como ella y yo, y todavía veo el árbol de mangos y el sexo oral en el sofá.
Tantas descripciones de pensamientos con añoranza de mi cafetal, para aceptar que estoy más melancólico que nunca por recibir un mensaje de ella después de semanas de ausencia.
El palacio tiene casi dos mil ventanas, el tequila treinta y ocho grados y ella un cabello sideral que me trae la noche cada que agita su imagen sobre mi caminar somnoliento. Si fuera rey compraría el atlántico y dormiríamos abrazados en una piragua escuchando vallenato. Pero soy plebeyo y tengo el culo en un andén escuchando cómo Raúl Garcés me dice que las nubes en derroche tristemente ve pasar ¿A ella le gustaban los guayacanes? No sé, pero a mí sí, como me gusta disfrutar soltero extrañando su inenarrable mirada.
A las cuatro y media nos vamos, no tengo internet. Tengo el tequila con naranja en mi maletín donde ella solía guardar sus cosas, aunque los estanques del palacio se disfrutan más con los borrachos de mis amigos porque me acolitan la desfachatez.
Entramos al palacio y me pierdo entre tanto mármol, arcos enormes, oro robado y pinturas de un tal Joseph Vernet que conmueven más la borrachera, y miro los frescos en el cielo como si ella entrelazara su mano con la mía ¿encajan perfecto, cierto? Sé creer que sí, y antes de responderle me llaman porque el bus está mal parqueado esperándome para partir. Quién sabe, tal vez la respuesta la dé en Barcelona, en Salerno o Pereira. O no, no la dé y me pierda en pensamientos libertarios de carreteras y fotos instantáneas.
Continuamos a beber en el bus, y acá me levanto de la taza del inodoro para escribir. Soy las dos personas. Esa ambivalencia, a veces hilvanada por ella, otras por el licor.
Daniel Muriel
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