España tiembla. El Presidente ha ordenado – como era de esperarse – extender el estado de emergencia decretado hace una semana, mientras se miran de reojo los muertos de Italia. Europa ha decretado por primera vez en su historia, la exclusión de ciudadanos no europeos, una política agresiva en su lucha por contener las exportaciones chinas. Tal vez el deseo de muchos nacionalistas europeos está por cumplirse: el de una Europa pensada para europeos.
Y todo comenzó en Italia, -como hace mucho tiempo también con la Peste Negra-, un país marcado por la avanzada edad de sus habitantes. Europa no tomó las medidas necesarias y el virus acabó traspasando las fronteras en todo el mundo, como si de sus empresas se tratase.
Madrid no fue ajena, y tal vez la capital más afectada en todo el continente. Al igual que Italia, España tiene un porcentaje de habitantes – más de nueve millones de personas – con más de sesenta años. Y el virus causó estragos en esta población. Las UCI de la capital están al doble de su capacidad y los hoteles se adecúan para hospitales que comienzan a mostrar la política más salvaje en la lucha contra la enfermedad: las camas serán para los que tengan mayor esperanza de vida.
El dolor se acrecienta en la medida que los muertos comienzan a llegar a las morgues. Y no es un dolor cotidiano. Los velorios comienzan a ser restringidos o prohibidos mientras los entierros quedan en la soledad. El pésame queda en una llamada o un video que no puede hacer mucho para aliviar la pérdida.
Y este es el dolor invisible, de los que quedan, de los que nunca pudieron decirle a su padre o madre un último adiós. De los abuelos, hermanos o amigos que ya no hablarán. De los que no pueden ver a sus familiares para encontrar compañía mientras la soledad comienza a parecer eterna. Esquivar a la muerte es imposible, pero entenderla sin consuelo parece ser una tortura.
Esteban Cardénas
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