Un señor bigotudo de Alemania me dice que la compasión es sinónimo de debilidad. Por otra parte, un bozudo argentino esboza que sueña con locos, muertos de hambre, finados y presidiarios. Ideas ajenas que calientan otros huesos.
El viernes, Valen me recordó mi más íntimo defecto. Hoy sé que el amarillo viste mi cuerpo, pero quizá en mayo sea solo la sombra de un color corroído por la cotidianidad, por los trajines del viento.
Hace tiempo que una canción me pregunta dónde se esconde la vida a llorar. Lo triste para ese rincón escondido es que yo lo olvidé, y tan solo lo encuentro cuando la felicidad me arroja a ese espacio conmovido.
Fui, ya no soy. Soy y ya no fui.
Un mango biche cae sobre la distancia que me separa de un indigente en medio de la Plaza de Bolívar. Piel ocre, zapato derecho, pie izquierdo desnudo. Él se pregunta qué hago leyendo con tanto ruido, yo me pregunto por qué está descalzo de un solo lado. Más adelante abrazo a mamá sobre la carrera cuarta, y otro indigente me mira y me aconseja, ámela y cuídela. Pienso en sus erratas, soy débil.
Hoy descubrí la miel de las alstroemerias. Pétalos de sangre, glóbulos dulces. También vi los chachafrutos, ahora deben tiritar de frío sobre las sinuosidades del Alto del Nudo.
En esta consecución de días, ideas y recuerdos, ella ha estado presente, como si mi espalda fuera la continuación de su mirada. Me siento espiado por sus ojos de días soleados.
Daniel Muriel
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