
El hijueputa reloj de una pared tibia me intercepta para solicitarme medio amable que es hora de aceptar la ausencia cálida de un mundo lleno de limones amarillos derretidos en alcohol y azúcar.
No quiero saber cuántos días con sus respectivos minutos y segundos han pasado. Que nadie lo diga. El cuerpo lo sabe porque me brindó la delicia de la frescura en las entrañas.
Estoy extrañando algo y para matar la bochornosa carencia busco música nueva que solo me deja molesto por no poder cantar ninguna canción y termino escuchando lo mismo de siempre donde cada acorde gastado me suena a recuerdo.
Cuántas horas han pasado. Debe ser un número semejante a los kilómetros recorridos en la brillante piel de una chica bermeja. Fresca. Cuál es el número. Quién sabe y a quién le importa.
Los giros que da mi cabeza queriendo irse con la luna cada noche a recorrer otro lugar son el deseo de huir al reencuentro con aquello que más extraño, el mar y su frialdad, su sal, sus olas, sus piedras y sus bañistas que llegan tristes y se van conformes.
Jacobo Jurado