Si me preguntan, no recuerdo el camino desde Bolívar 589 a esa esquina entre Chile y Defensa, a las narices de Mafalda. Pero ahí estaba, sentado en la mesa de un bar con tres personas de diferentes nacionalidades. Eran mis amigos. Ahora no sé. Los espejos de mis ojos recién llovidos no me permitían ver con claridad, pero recuerdo la sonrisa de todas las personas que se encontraban compartiendo entre lo chusco y lo mundano. ¿Qué tenía que celebrar yo? Me preguntaba por dentro. Reconozco la buena fe de esos personajes, pero…
El inicio de este fin tiene lugar en una nación diferente, un poco más al norte. Cerca de donde nací, en la casa que me crié, tras la ventana por la que no quiero mirar y en las lágrimas que me mataron. Hay imágenes que se graban para siempre y esta es una de ellas. Yo nunca la había visto llorar. Fue la única. La primera y última. Yo me iba lejos de ella seguro de que volvería a verla algún día. Me fui sin agradecer, sin amar ni aprender. Ella me veía ir lejos desde lo alto, casi segura de no verme más nunca. Me vio ir sin agradecer, sin amar ni aprender.
Al fin me encontraba en ese lugar que desde niño había soñado. Lo veía seguido por televisión y ella me animaba siempre a abrir las alas. Me pedía ser un buen comentarista, quizá el mejor. Quería verme en un mundial porque, aunque no sabía nada y preguntaba siempre hacia qué lado metía gol Colombia o Boca, le apasionaba verme hablar de fútbol.
En Buenos Aires comencé una nueva vida, una muy triste. Había llegado con mi mochila abarrotada de sueños, de sonrisas y defectos. Lejos de ella podía tomar toda la cerveza que me apeteciera y desde luego vivía embelesado con los amargos besos de una Brahma. Olvidando, sea dicho de paso, que a miles de kilómetros su pelo era cada vez más blanco, sus huesos más débiles y sus dolores más ásperos.
Yo era tan feliz, tan inconsciente, tan ingenuo, tan ingrato, tan bastardo. De tantos meses en los que vivía mi utopía no recuerdo haber escuchado su voz. Solo en una ocasión pude verla tras una cámara, con su vestido de flores y una sonrisa genuina que poco la caracterizaba. No fue precisamente porque la llamara a ella, sino porque pasaba desapercibida detrás de mi madre, con quien hablaba, llevando su plato de comida a la cocina, con el cansancio y la dificultad de quien apenas se aferra a la vida. Sus ojos se iluminaron al verme y la explosión de su mirada sigue viajando como onda infinita en el espacio de mi corazón.
Una mañana porteña, de esas radiantes y sin nubes, desayunaba tranquilo dándome la vida de un niño rico, que nunca me enseñó ella. Eran apenas las 10 y un mensaje de mi vieja presagiaba el declive de un sueño en pausa. En ese preciso momento mis mieles milongueras dejaron de ser y la realidad se volvió confusa. Hasta entonces había sido apenas una caída, un golpe en la cabeza, pero estable. Eso pensaba yo, o eso me hacían creer.
Pasó lo que nunca imaginé. Luego de unos días con zozobra por no saber qué sucedía, amenacé a mi hermana con no perdonarlos nunca si algo pasaba con ella. Mi teléfono sonó un poco más tarde de las 3 p.m. “Intente no llorar delante de ella”, dijo en voz baja. Después comenzó a hablar. No, no habló. Solo trataba. Yo hablaba con una niña de casi seis años que en realidad tenía 80. Y tampoco pude hablar, porque era tan grande su esfuerzo y tristeza que prefirió no seguir balbuceando conmigo. Entonces los odié, pero más a mí. Y lloré.
Al día siguiente de esa llamada ya no abrió los ojos. Estaba inconsciente o tal vez no. Con sus ojos clausurados se cerraron para mí las oportunidades y se abrieron heridas, unas muy nuevas y dolorosas. Yo estaba devastado porque no podía hacer nada y la culpa me corroía las entrañas. Nunca me había sentido tan desgraciado, idiota e hijueputa. Y que me perdone doña Lida si me lee.
Un domingo los doctores pidieron hablarle de forma constante porque seguramente ella escuchaba. Así que me vestí de sinceridad por primera vez y en un audio le canté. Si no te Tengo de Green Valley como si fuera mi novia y entre lágrimas. Luego le sugerí levantarse para abrazarla, para que me hiciera arepas con mantequilla y le dije que la amaba. “Cristian, le salieron dos lágrimas cuando dijiste lo de las arepas”, dijo mi hermana. Nueve horas después el mensaje de mamá: “Rey, se nos fue la abuela”.
Justamente hoy son cuatro años de su muerte. Hoy seré un profesional y ella no está para compartirlo conmigo.
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