Los limones
“Donde haya lumbre y vino tengo mi hogar”. No hay vino pero sí café procurado por don Alonso, otro hijo ébano de la diosa noche. Bueno, también hay aguardiente caucano destilado de la ninfa luna, pero eso es en el hotel junto a cuatro barbones desaliñados, vigilados por bombas rojas que cenitales se entristecen por la palidez de nuestra piel.
Sobre el embalse de la Salvajina, en Suárez, Cauca, hay nubes estrelladas en el agua que saltan a medida que la lancha cruza su lomo jade.
La música en la voz de don Alonso pregona que solo pescó tres corronchos y que el desayuno va a ser arroz con huevo pelado.
Su camisa celeste a cuadros, de líneas rojas, amarillas y azules oscuros, trepa el fango con una facilidad que avergüenza nuestro cansancio de citadinos.
La ausencia de puertas en su hogar es el abrebocas de la amabilidad que germina en el campo. Pero no solo brota la cortesía, anota doña Noralba, esposa de don Alonso. Señala los cultivos de coca que, con su verde biche, irrumpen con hermoso brillo las tonalidades de la montaña.
Doña Noralba y don Alonso viven con el noble propósito de auto sostenerse con el trabajo de su finca Los Limones: café, huerta casera, pesca artesanal. Y conservan la ilusión de que, en el futuro, las personas que hablan otros idiomas paguen por ver cómo viven y cómo los alimenta su amor hacia la tierra. Y don Alonso, con un tono profético y una voz ya sin música, comprende que eso le tocará vivirlo a sus hijos.
Badeas
Llegando a la vereda Las Badeas, hay una parcela tostada por un incendio premeditado. Su parte inferior derecha está pintada por cuatro líneas verdes coca, que en la lejanía se asoman diminutas. A lo lejos, los techos de zinc, sin afán de camuflarse entre rancho y finca, cubren laboratorios para procesar la hoja que tanto provoca.
Un hombre con camiseta amarilla dice que aquí fue muy berraco lo de la pandemia. Él, como secretario de la Junta de Acción Comunal, se encargaba de firmar los permisos para que la gente bajara al pueblo. Habló dos minutos más de su preocupación y que su comunidad todavía estaba invicta, hablando del virus. Y como si el descaro fuera un conector del discurso, dijo estar entusiasmado por la rumba de 15 años de su hija.
Algo pequeño, hacía énfasis. Solo 200 o 300 personas arriba en la cancha ¿Quién soy yo para juzgar? Si me hubiera invitado, yo sería el primero en inflar bombas y en goterear guaro caucano y ron Gorgona.
Pensaba yo, ahí donde olía a guayaba y el camino de herradura se achicaba, en cómo el fútbol, en este caso el colombiano, es una radiografía de la sociedad. Deportivo Cali, equipo de élites, clases altas desde su fundación: ningún simpatizante. América, equipo de obreros, de gente de a pie: todos aquí visten de rojo y le rezan más al diablo, no por viejo sino por convicción loca. Lo único verde es el paisaje.
Doña Idalia, lideresa de aire con tempestad, recuerda cómo el embalse desplazó a su gente que habitaba esos espacios desde la época de la colonia, por allá en los años 1600. También sabe que la Salvajina es una realidad y que lo que les queda es coger el sartén por el mango. Ella termina de trenzar palabras y a nosotros la lancha nos abandona.
Trepamos la ladera de la montaña para acortar camino hasta el embarcadero. El viento evita los matorrales y la humedad de olor cítrico nos apretuja los pulmones. Las noches de verbena cobran su factura. Nuestro trasnocho se desentiende de pastizales y frutos perdidos en las sinuosidades de una carretera cansada de nuestros inapropiados zapatos para pisarla.
Hace noche y el guaro caucano suaviza el trajín del día y amaina el desconsuelo de madrugar a grabar voces y rostros ajenos.
Barequeras
Madrugamos a la aurora y ascendemos sobre la montaña. Vemos la imagen ínfima de un sonido que a medida que cruza, deja una estela de eco que se replica blanco a lado y lado hasta llegar a nuestros oídos. Es una lancha.
Para llegar al caserío de mujeres barequeras, atravesamos un derrumbe de nubes sobre las montañas. Nos obstruye la mirada.
Un señor alto nos habla, al lado de un enano regordete, sobre guatines, guguas y los compara con conejos grandes. Se pausa el silencio y caminamos con las barequeras.
Cuando se pica la peña, el riachuelo sangra terracota por sus corrientes. Aidalid es una morena alta, cintura apretada, piernas vigorosas, culo respingado y ojos vidriosos. Es la lideresa de una asociación de mujeres barequereas, y en el futuro aspira vender artesanías áureas con el metal que pescan en el río.
Los diminutos puntos dorados embelesan la mirada sobre la batea que Aidalid mece con cuidado.
La miro a ella, con mis ojos bailarines, sentada sobre la leña mojada. Su marido se aviva y yo gambeteo la situación preguntando para qué sirve el almocafre.
Desayunamos por sexta vez en tres días y emprendemos la huida para La Perla.
Aquí no pasa nada. El resto es poesía.
Daniel Muriel
Deja una respuesta