Cada título del América es un acto de resistencia. “Perder es ganar un poco”, dice el filósofo chocoano. América perdió, por muchos años, incluso, sobre todo, cuando ganaba. El bicampeonato es un golpe contra la historia de la institución, tan manchada por el narcotráfico, la violencia, las mañas, la mano negra.
Es un acto revolucionario contra el imaginario delincuencial del país. Porque cada vez soy menos hinchas de ese dream team que conquistó al continente sin necesidad de ganar una libertadores. Esa sangre sucia que gobernaba a la ‘mechita’ engendró una cantidad de hinchas alrededor de Colombia.
Y nosotros, los hijos de esa dictadura vergonzosa, somos los encargados de evitar que se siga reproduciendo la idea de que esa época es la que más orgullo causa al hincha americano.
Porque el verdadero fervor de este cuadro escarlata se vivió en el descenso y en ese calvario de cinco años por volver a primera. La victoria del América fue esa: dejar de pensarse como la institución más grande del país, porque en esa discusión entran los pobres de pasión. El pensarse como equipo pequeño es seguir a un club en las buenas y en las malas, ignorando títulos y reconocimientos, porque hay algo más, algo que es inenarrable, que es imposible de explicar, porque hacerlo significaría borrarle lo divino.
Entonces, en este camino de reconstruir la historia del club, aparecen estos desvergonzados que de vez en cuando practican un fútbol de ataque (desordenado) que entusiasma a las miradas de los hinchas y que recuerdan a esos diablitos obreros que emocionaron a los futboleros por allá a finales de los 20. Cuando se jugaba al fútbol solo por jugar.
Esta forma, aunque ínfima, de resarcir los dolores causados por unos señores que se creyeron los dueños del mundo, es la cuota inicial para creer que a pesar del mierdero en que vive el país, algo está cambiando.
Daniel Muriel
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