Siempre creí estar fuera de mi misma en cada momento en el que no comprendía él porqué mi mente avanzaba con dificultad, un poco oxidada en sus engranajes o a veces todo lo contrario, se movía tan rápido que era imposible seguirla.
Lo atribuí muchos años al carácter fuerte que me caracteriza, pero la equivocación estaba en la ignorancia de lo que realmente me afectaba, en como se mezclaba mi temperamento con la ansiedad.
La angustia siempre estará porque nunca podré advertir el tiempo en el que va a pasar, mantengo con el constante miedo de rodearme de gente por la vergüenza que me otorga un problema que intento mantener controlado.
Cuando estoy en medio de un ataque de pánico la sensación es abrumadora, como estar metida dentro de un mar agitado sin poder respirar. Nada responde, en mi cuerpo y mi mente la lógica se anula, como si tratará de tomar una gran bocanada de aire pero no quedará tanto oxígeno en el mundo, todo se vuelve tenue, pero al tiempo todo estalla como si estuviese bajo efecto de algún alucinógeno y me confunde haciéndome caer en la desesperación creyendo que todas las personas y objetos me observan y juzgan.
Mis manos empiezan a buscar escapatoria para tanta información que estoy tratando de procesar en el momento, mis dedos se juntan una y otra vez, mi mente entra en un círculo de repetición contándolos desde el 1 al 3.
Mi corazón comienza a palpitar al son de una de las canciones rápidas de Vivaldi, el suspenso viene y va, estoy consciente de lo que pasa pero sin ser capaz de controlarlo. La solución: esperar. La búsqueda de un lugar apartado que me permita dejar explotar mi mente y que salga todo, llorar, esperar a que el ataque cese y tratar de concentrar mi respiración en el aquí y ahora, centrarme en la realidad, a distraer el caos de mi cabeza.
Sin embargo, el guayabo llegará, la incertidumbre, casi peor que un dolor de cabeza en la mañana después de haber tomado guaro toda la noche, porque es una espera, ¿cuándo pasará el siguiente ataque?
Alejandra Mejía
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