Cada paso en la juventud viene acompañado por un sermón adulto. Es extraño, todos saben qué hacer con mi vida, menos yo.
Si sus palabras no vienen acompañadas de acción son solo variantes del viento, un soplo de saliva que no significa nada ¿Cuántas veces he caído en lo mismo? En consejos indocumentados, en recomendaciones vacías.
El ejemplo, qué buen maestro. La experiencia, qué buena profesora.
Papá aprendió qué significaba la palabra aiuto en medio de un motín donde ardían colchones y meridionales.
La tía conoció trucos de abogacía caminando entre penales tras tinterillos y justicia que tal vez su estirpe no merecía.
Milo vio a la impotencia del deceso infantil estallarle en la cara.
Mamá comprendió que las segundas oportunidades también estaban hechas de séptimos octavos y novenos intentos.
Álex aprendió del divorcio del cuerpo y el alma sin pisar una universidad y sin leer siquiera a Platón o a Descartes.
A Edward se le presentó el diablo dibujado en la espalda de familiares que de frente sostenían ángeles.
Cristian supo de la resurrección en un hospital de Manizales y no un domingo en la iglesia.
Y así puedo seguir con un rosario infinito de gente que enseña viviendo y muriendo en cada intento.
No sé qué hacer con mi vida, pero sí sé lo que quiero, que sea un chiste, que sea una broma, porque, como decía Hermann Hesse: la eternidad es solo un instante, lo suficientemente largo para una broma. Así de efímero quiero vivir.
Daniel Muriel
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