Abro la nevera por quinta vez en el día: los mismos dos panes congelados y un huevo podrido estiran la cara. Afuera, la ventisca azota a las ventanas y ellas silban de frío.
Tengo un par de monedas en mis bolsillos. Nunca supe administrar la plata, y hoy, en un pueblo de Italia, no hay quien me suministre ingresos más que yo. Mi italiano es pésimo todavía y no me he animado a buscar camello. En diez días se muere el año y ahora, todo está cerrado.
Hay paisanos que también habitan estos muros, ellos pueden prestarme cualquier peso para bandearme dos semanas, pero la idiotez es el mejor sirviente del orgullo y prefiero aguantar. No me hago la víctima, habré gastado, mal contados, 100 euros en licor en casi tres meses, y sé (porque nadie conoce mis convicciones como yo) que el par de euros que me quedan los voy a invertir en chupitos de absenta para que me calienten el frío.
Me dispongo a descongelar el pan para picarlo en pedacitos y dorarlo en aceite y orégano. Ring, ring. Es Cristian al teléfono. Me invita a comer, y yo, ni corto ni perezoso, le salgo al ruedo. Cocinamos un pollo podrido, casi incendiamos el apartamento con un icopor adentro de un microondas y terminamos pidiendo un domicilio con un par de pokerones.
A Cristian lo cruza un despecho dañino y come dándome la espalda. El trago lo afloja y nos atrevemos a increpar los dos grados de temperatura por un par de tragos en el bar Rails.
Esta rutina la repetimos por diez días. Uno de esos, en una borrachera en el Rails, un cólico mandó a Cristian corriendo a la casa. Ya vengo. Me dijo cruzando rodillas. Yo me quedé sentado con una tal Laura, amiga de Cris.
El alcohol en la sangre me había pegado a lo Pambelé, y como loco le gritaba a ella que él era mi hermano, que me estaba dando de comer estos días en que tenía desnudos los bolsillos. Habré invitado a diez personas a chupitos en nombre de Cristian, tragos que el pobre pecoso terminaría pagando después.
- Quanto é?
- Sono 50 euro.
Uy marica, me dijo Cristian, sí hemos tomado.
Esos diez días me condenaron a verlo como un hermano, y, por cómo me estoy formando, le agradezco más al licor por haberle aflojado la lengua con sinceridad cristalina, que a él y a su miedo a la soledad por haberme alimentado.
Daniel Muriel
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