La escopolamina, Manuel y yo

Manuel y yo tenemos algo en común: en el pasado, a ambos, nos drogaron con escopolamina. Me sucedió mientras caminaba por el Parque de los Periodistas. A él, cayendo sobre los encantos de una mujer que le robó todos los objetos de valor de su apartamento.

No entiendo por qué, en este instante de la madrugada, caminamos hacia nuestra casa con dos mujeres que recién conocimos en el Parque de los Periodistas de Bogotá. 

Empezaré diciendo que la culpa de todo la tiene la Selección Colombia. Bueno, no, en realidad el culpable es Lucho Díaz. Ese guajiro (que es un año menor que yo) no lo sabe, pero con sus dos cabezazos a Brasil rompió con el complejo de inferioridad al que parecíamos estar condenados. 

Todo se agravó cuando un señor muy colombiano, cabello rucio, voz aguardentosa, camisa de botones abierta hasta el pecho (liso y curtido por el sol), gritó, Amarillo para todos. El verdugo renegrido, que llaman árbitro, pitó el final y nos condenó a Lucho y a mí a la cadena perpetua de la felicidad de la noche del jueves y de la madrugada del viernes. 

Manu me pregunta qué canción podemos hacer sonar para las chicas

  • Estamos en mi casa – digo a pesar de no sentirla como tal – ponga música de diciembre

Ella usa falda selva entreabierta, su piel morena da la impresión que es un abismo rodeado de naturaleza, viste un sombrero con lanas diminutas que se asemejan al polvo y la precede una voz ancestral, casi mística, que habla de la medicina del yagé mientras se muerde sus labios cuando amago con acercarle los míos. 

¿Cómo permitimos que un par de desconocidas bailen Rodolfo Aicardi alrededor de nuestros celulares, computadores y billeteras? 

Son las cinco de la mañana, y tanto Manu como yo, ignoramos que en Bogotá, en el 2023, escopolaminaron a una persona cada seis horas y media

Llevamos juntos once horas, y por estadística, alguno de los dos, probablemente, puede estar bajo los efectos de la semilla del borrachero o cacao sabanero, o de algún medicamento depresor del sistema nervioso, como las benzodiacepinas, y que seguramente por esto nos cuesta hilar dos ideas seguidas y preferimos bailar música con un volumen que no permita escuchar las palabras de las mujeres que tenemos como pareja de baile. 

Por la manera en que baila Manu, pienso – si hay alguien escopolaminado aquí, es él.

Mi compañera de baile me besa, y no sé si perdí parte de mi voluntad y estoy andando hacia una trocha sinuosa y oscura donde el único lugar de llegada es otro guayabo con sabor a tomaseada (término que se usa como sinónimo de la palabra ‘escopolaminado/a), o si en realidad su falda de selva avivó mi vocación de deforestador, y me hace ver obligado a acabar con ese ecosistema para fabricarme un desierto de piel morena. 

Son las tres de la madrugada, y quiero reemplazar el dolor de las obligaciones del trabajo en el Congreso, a las 8 de la mañana, por el placer de caminar por la capital, al estanquillo más cercano, para cerrar la victoria de la Selección con un six pack de cervezas. 

Compramos las polas y bajamos por el contorno del Parque de los Periodistas hacia nuestra casa, y de pronto, bajo la frondosidad de un árbol, que sirve como sombrilla para que la luz naranja del alumbrado público no ilumine el tronco ni las raíces, una voz femenina, con intenciones cálidas, acompañada por una mano elevada al aire, atraviesa los 9 grados de temperatura diciendo, – ey, ¿qué hay pa hacer pues?

Y como si nuestro cerebro fuera el mismo (solo que dividido en dos cuerpos independientes), reproducimos las imágenes de la tomaseada anterior, y vemos nuestra silueta tirada sobre algún andén en Paloquemao, vomitando líquidos amarillos, tratando de acomodar palabras en signos de interrogación, en rostros, tiempo y lugares, hasta comprender que la ausencia del celular y las llaves se deben a que ese trío de hijueputas nos enredaron y nos robaron. 

– Dani – dice Manu con los ojos desorbitados – vámonos que esas viejas nos van a tomasear.

El dolor de la víctima de la sumisión química, no pasa solamente por la pérdida de objetos materiales, por los enemas en las costillas, por la amnesia prolongada o por la vida que se conserva. El quebranto emocional aparece cuando el prójimo se convierte en enemigo, cuando de la confianza solo queda un cadáver en descomposición rodeado por cuervos renegridos, que con graznidos repiten al unísono: eso le pasa por confiado, es culpa suya por andar de amiguero/enamoradizo. Y aunque Manu y los cuervos me dicen que la mejor forma de finalizar la jornada es dormir guindado por mis pertenencias reposadas en la mesita de noche, me siento yerba mala y les grito, vengan pa esta esquina y nos tomamos estas polas

Mientras salen de las sombras del árbol sombrilla, alineo mi mirada a la de Manu, le doy un par de golpes con la mano abierta en su barba, y le digo que se relaje, que si en algún momento llega a sentir sueño me lo haga saber para emprender la huida por el pavimento de ladrillo del Parque hasta la carrera 4ta.  

Pastor López canta sobre un hijo que no va a llegar en las navidades, el sol asoma su piel dorada sobre la silueta de Monserrate, Manu está recostado sobre un par de cojines, su pareja de turno aspira un cigarrillo en la ventana y yo le digo al sombrero que juega con mi cabello que pasemos a la alcoba para huir del viento gélido que entra por la sala. 

En el camino que conecta a la puerta con mi cama está el escritorio cargando con tarjetas, billetera, computador, cargadores y hojas desordenadas. En ese instante en que el sol seca el rocío que dejó la madrugada en la capital, ignoro que de los 1409 casos de personas drogadas por escopolamina en el 2023, 104 estuvieron relacionados con el hurto a viviendas

Ella me abraza bajo una cobija y solo puedo pensar, ¿y si amanezco con el cuarto vacío? 

El par de figuras femeninas se hacen rostro, abrimos cuatro latas de cerveza y nos sentamos sobre un andén gigante que termina en escaleras. Una palabra lleva a un interrogante y en un par de curiosidades las cervezas desaparecen y una voz sugiere un escenario ideal, qué bueno sería una casita para charlar calienticos

Manu, que luego de no sé qué tanto trago piensa en voz alta, habla con un freno de manos en la boca – Danni, esssas viejjas nus quiren tomassiar.

Y negándome torear a la suerte, opto por decirles adiós. 

El problema lo tuvo el Mono (no recuerdo su nombre) que llegó a saludar efusivamente, cómo están, mucho gusto, ¿conocen la cachaza? A nadie le resultó extraño ese personaje nocturno, tampoco a Manu, que antes de decirle que lo que pensaba hacer estaba mal, ya tenía su boca sobre la botella dejando que ese licor blanco alimentara más su guayabo de la tarde próxima.  

Pienso que no hay marcha atrás, y luego de beber licor brasileño, le repito a Manu la máxima: si se siente mareado, me avisa y corremos. 

El listado de culpables lo tengo patentico en la cabeza: la Selección, Lucho, el complejo de inferioridad superado, la cachaza. Y me permito anexar otro responsable, el frío: ¿quién en su triste vida puede decir que disfruta de una conversación en medio de un parque abierto a las 5 de la madrugada en Bogotá? Existirán muchas personas, pero yo no entro en esa bolsa, así que convencido por mi fuego querendón, trasnochador y moreno les digo, compremos más cervezas y vámonos para la casa. 

Despierto. El cuarto está cubierto por una luz azul, – ¿en qué momento me quedé dormido? – Una mosca pulula sobre un medio de aguardiente sin tapa, –  ¿Por qué la luz es azul?, claro, claro, las cortinas al rozarse con el sol siempre expulsan ese color. 

Estoy solo en la cama, – ¿y mis cosas? ¿y ellas?– Rápidamente hago un paneo y veo que una silueta atraviesa la puerta, es ella. Me acaricia el rostro, me habla de sus ancestros y me pide que la acompañe a la puerta. Nos despedimos prometiéndonos algo que no recuerdo y regreso a casa: todo está en su lugar. 

Recojo el desorden, me excuso por llegar tres horas tarde al trabajo, y concluyo que me ahorré un serio trabajo inútil, pues si hubiera sido víctima de sumisión química, tendría que atravesar un montón de obstáculos entre clínicas, enfermeros, policías, comisarías, para ver cómo (el subregistro y la ausencia de planes de seguridad para la prevención de estos casos) mi tiempo y mis palabras ante las autoridades pertinentes, no hubieran servido para nada. 

Daniel Muriel


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