Sentado sobre una grama artificial oigo silbar los grillos y titilar las estrellas. Una a una me desvelan en una madrugada de otoño, trato de apretujar el sueño pero dormir en la calle es para desalmados que tienen los pulmones llenos de vigorosidad. Un mundillo de nubes púrpuras observan la luna, los grillos chiflan más fuerte y hago cuentas de las botellas que bebimos el fin de semana, las multiplico por dos y me arroja el número de horas que dormimos los últimos cuatro días. Once. Cuento grillos, oigo botellas y me desvelo en estrellas napolitanas.
La primera botella fue en Múnich. Un tequila pálido, pasmado y con la luz del amanecer del viernes. Queremos que el festival de cerveza no nos coja con los calzones abajo. Caminamos tres horas hasta el campamento. Un centenar de carpas y unos cientos de muchachos en busca de rumba. Jacobo habla de las monas, todas aguantan, aquí no hay feas para que vea.
El Oktoberfest es un festival, con más de 200 años, que nació como la celebración de las nupcias del príncipe y la princesa del Reino de Baviera. Contemporáneo a nuestra patria boba. Caminamos el antejardín de lo que era la casa de verano de unos reyes de ese reinado. Palacio Nymphenburg, de más de tres siglos, tan grande como cuarenta mil canchas de tejo. Y continuo escuchando a los grillos, somnoliento, viendo a Jacobo dormir en un parque para niños.
La siguiente botella vino con Danny a la noche del viernes. Tres de vodka. La fiesta en el campamento con barra libre cuesta 40 euros, y ungidos por esas ilegalidades de nuestro linaje, nos colamos. Monas, morenas, negras, tez elástica, pómulos coagulados, pecas cebadas, barro frío, trastabillamos inglés, hay cine porno.
Ignoro las estrellas, no son de esta realidad, sino ilusiones de los eructos de borrachos fracasados, y bebemos cerveza gratis. Bajamos el vodka en mi cantimplora playboy, y la fiesta termina a las once de la noche. Nos vamos a dormir. Jacobo y yo despertamos por más vodka, la tercera, y acto seguido muerdo el brazo de una alemana, un serbio me pega en la costilla y Jacobo me invita a caldo. Me acuesto y no escucho los grillos que hoy me acompañan.
La mañana camina entre árboles, nos empuja en corrientes a la ducha y luego la matamos al medio día subidos en un bus al centro de Múnich. Seguimos la romería de personas hasta el metro. Hacemos amistad con Lucas el brasilero y Daniel el Mexicano, y llegamos a Theresienwiese, centro de acopio de borrachos en el festival. La ‘pola’ es cara. Compramos una entre Jaco, Danny y yo. Seis colombianos nos reconocen por mi camiseta del rojo, y un alemán me grita, nacional, nacional, y ríe, soy del verde soy feliz. Alemán bruto.
Secamos la cuarta botella bajo el parsimonioso andar de las nubes. No hay trago que aguante, ni cuerpo, ni memoria. Ya confundo, aquí sobre esta madrugada de trasnocho, los idiomas y los rostros de los borrachos. Una reminiscencia palpable.
–Yo me emputo por todo. Estuve diez años encanado.
-¿Y por qué?
-Porque estaban jodiendo a mis amigos y yo me emputo por todo.
Decían nuestros amigos bosnios, con más de 50 décadas encima cada uno. Compartimos la quinta botella y volvemos. Lucas y yo nos colamos a la fiesta y el resto trepa por el cine porno. Un mar de monas, todas reídas. Yo conservo a mi rubia apoyada en mi vaso, pero cada tanto se va y tengo que ir a llenar el vacío que dejó en mí con otra igualita. Todas las luces se me apagan y ya estoy cayéndome sobre las carpas separando una pelea de Danny con una gallada de españoles. Héctor es gallego y comemos Nuggets, y habla del País Vasco, pero yo quedé en el recuerdo de la pelea y creo que perdimos. Un latino de seguridad saca a Danny; y a Jaco y a mí, portadores de paz, nos manda a la mierda. Danny llora y habla del capitalismo, cosa de siempre. Y nos vamos.
Sigo sin poder dormir, con el guayabo sobre mí, se salió del cuerpo del remordimiento y me abraza con graznidos de grillos que se multiplican y despiertan al Vesubio. Continúo a recordar lo olvidado.
Daniel Muriel
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