Una estación de trenes está compuesta por una seguidilla de prismas que la vuelve un manicomio armonioso. Hay dos caras asiáticas, con sus lentes renegridos, bostezando sobre las indicaciones de una máquina que habla italiano, inglés, español, alemán y francés. Un europeo, creo sea europeo, escala con su maleta casi tan alta como su cintura, sobre más de diez escalones que conducen a los binarios del tren. Otras con shorts empinados dejan caer sus circunferencias y comen bombón, alguien llora por un adiós, otros sonríen por un arribo, una voz mecánica dice que estemos en la juega con el cosquilleo, y nosotros estamos sentados a la orilla de los escalones, a la par de dos venezolanos, debatiendo si sea buena idea bebernos el ron en la playa que la novia de Cristian trajo de Venezuela.
Dicen los tahúres de la salud que es recomendable beber un trago al día de alcohol, si se es mujer. Y dos, si se es hombre. Un trago de cerveza representa 350 mililitros. De vino 150 mililitros, y de un trago fuerte, ya sea guaro, ron, chambers, absenta o vodka, equivalen a 45 mililitros. Nosotros contamos con 7.750 mililitros, repartidos entre vino (seis litros), ron (un litro), y aguardiente (750 mililitros). Somos cinco.
En un vagón de tren fluctúan caras pálidas, de arrebol y arrabal. Sueños atrasados, ojeras de trasnocho, sonrisas de paseo, miradas ante la silueta de los árboles y arbustos que se mezclan con la velocidad ferroviaria. Un italiano de nariz pronunciada lleva a cuestas treinta y dos horas de un viaje que inició en Los Ángeles y termina en el Vallo della Lucania, y el mismo venezolano de la estación extiende su pierna izquierda sobre el suelo del tren, prestando atención a su rodilla recién operada. Quiere ser futbolista. Diego, el argentino, se suma en la estación de Battipaglia. Nosotros nos dirigimos a la playa del Buon Dormire, que hace parte del Cilento, de la región Campania, de la que es capital Napoli. Pero es tarde y preferimos bajarnos en Ascea, un pueblito costero más cercano de casa.
La arena es de pasajes blancos y beis claro. Merengón. Un montón de sombrillas convierten las laderas de la playa un cholao; azul, amarillo, piel quemada, raspada, espaldas bronceadas, hilos, lascivia, burla, un negrito vende balacas, un indio cometas, algún oriundo del pueblo raspao, y nosotros ubicamos la sombrilla atrás del gentío, extendemos las toallas y telares y abrimos las cocas con el sudado de pollo que hizo Danni, que dicho sea de paso, cumple años.
El humor del aguardiente, verso de un mar extranjero, que me es ajeno y propio, divaga como errante entre trochas de infancia, me bota ante la nostalgia, de quien no está, quien cambió, quien no es y de quien busca ser. Y más allá de la melancolía fácil, de recuerdos de rumbas familiares, tíos borrachos, peleas en la calle, viejos en cantinas y putas en mini falda, me plantea una añoranza futura, y un destino lleno de lo mismo. Guardamos las cocas del sudado y terminamos el aguardiente. La caída del sol tatúa el lomo del mar, lo priva de su diafanidad, y lo convierte en un bloque plateado adornado por una estela de chontaduros en el horizonte.
El ron, el que nos mantuvo en discusiones individuales de la ética, y colectivas de la moral, lo destapo como quien no tiene remordimientos. Diego busca en un restaurante donde cagar, Gabo sale al encuentro de una mujer en el pueblo, Jacobo se sienta sobre una silla que lo inclina a treinta grados, dejándole al viento su pronunciada barriga de mujer encinta y la apariencia de un viejo enfermo. Mientras, Danni, nos reprocha por una discusión con su novia por la que nosotros somos, sospechosamente y nuevamente, los culpables.
Avivamos una pequeña hoguera. Comemos mortadela con pan y arena. El vino, el viaje, el mar, los amigos, y el relajo, me tumban en un sueño que a media noche interrumpe el ardor de la fogata en mis pies, y a las seis, el frío alba me pone erguido frente al mar. Bebo vino, nado, y tomamos el tren a casa.
Ah, y antes del inicio del viaje, sentados en dos mesas en la calle principal del turismo en Salerno, un niño se acerca. Edad indescifrable, piel ocre, camiseta desgastada, nos pide una moneda. Alguno le da, le ofrecemos papitas, él se niega. Al fondo, lo que parece su hermana, edad indescifrable, piel ocre, blusa desgastada, da más remordimiento a otras personas. Una matrona camina por medio de la calle, grasa, trenza de cabello azabache hasta el culo. Parece ser la que los obliga a pedir. El niño se va y nos remordemos la consciencia. Alrededor de 200 millones de niños en el mundo están desnutridos. Cinco veces la población de Colombia. El malestar nos dura en lo que bebemos el ‘pokerón’ de Nastro Azzuro. A lo sumo ¿qué podemos hacer?
Daniel Muriel
He leído con gran interés su artículo sobre Un mar, sin sobrios ni
remordimientos y puedo decir que es uno de los mejores artículos que he leído.
Es por eso que quiero compartir un sitio web que me ha ayudado mucho
a perder peso, y ahora estoy feliz de nuevo: https://bit.ly/3bWh8jG
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