Qué fatiga no amarlas

Foto tomada por Jacobo Jurado

El perfume adoso de un leve recuerdo con cara de arrepentimiento. La agria tarea de esperar años, que traerán en sus rincones un montón de manuscritos, en diferentes idiomas, que narrarán los cuerpos de mujeres que me brindaron su piel como escampadero. Esas diosas calimas que, en un efecto placebo, desconocen de tiempos y espacios, se tornan omnipresentes y sus esencias se mezclan con números y agua en una amalgama de barro y añoranza que afligen mi estado de ánimo y me permiten decir ¡estoy vivo!

Conozco mujeres, las traiciono, dejo que me odien, las endioso, soy tan canalla como una cicatriz engarzada en la carne, les doy entero mi mundo vacío y mis miedos horteras. Pareciera que mis labios dependieran de una boca ajena para vivir. Las amo en lascivia.

Hasta a la más perversa abrazo en un torbellino idílico que entre recesos las hace sonreír. Ellas evitan que piense, o permitan que lo haga sin remordimientos ni preocupaciones. Frente a las adversidades me cobijo en su desconocimiento sobre mi vida, mis peligros y alegrías. Les brindo algo de sinceridad, una prueba de confidencialidad que las incita a no olvidarme. No tengo dinero, no lo necesito para amarlas y dejarme amar. Nunca fue herramienta para perderme con ellas. Lo hago por deporte, nací así, en realidad me moldeé de esa manera. Cuántas letras he dedicado, cuántas palabras han sido metáfora de esas bellezas, cuántos párrafos tienen piel de mujer, cuántos cuentos emanan sus perfumes, cuántos finales poseen mis lágrimas mezcladas con las suyas. Qué fatiga no amarlas.

Daniel Muriel

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