Solo quien ha perdido el año, (y con perder el año me refiero al proceso que se cumple en cuatro períodos de un año escolar), sabe lo que se siente, es peor que un guayabo, peor es peor, todos te juzgan, te señalan, saben que no has hecho nada durante el año lectivo, incurren en una diplomacia insólita que no has pedido para preguntar cómo estás, y no estás, solo levitas caminando, porque tu culpa te arrastra, porque tu mamá te mira con tanta desilusión que no eres siquiera capaz de sostenerle la mirada, y un año perdido, un año, es un año, no se recupera en un día, un año es un año.
Hoy cuando me desperté, me asomé a la ventana, las nubecitas traían lluvia, pensé, hoy es un día de perder el año, sentí que el clima no estaba ayudando mucho a que fuera un buen día, pensé que por el contrario se estaba pareciendo mucho a un día de perder el año.
Me dio de nuevo ese dolor interno, un hueco enorme en el estómago, una desilusión exorbitante, ganas de trasbocar, así, así son los días de perder el año, o los días con guayabo, así son ambos, tienen parecidos innecesarios y hasta incómodos.

Entonces lo hice. Cerré de nuevo la ventana, cerré los ojos y volví a la cama para darle un tratamiento más efectivo a ese sentimiento infundado por el pánico y la deshidratación, el huequito que se volvía un caño, me daba la impresión de un hambre desaforada, un panorama invisible que no quería vivir.
Intenté dormir, lo juro, ahora solo parezco tirado o abandonado, solo.
No debí abrir la ventana, porque volví a perder el año.
A. Cadavid